Hace un mes y dos días, los reyes magos, mis amigos que desde pequeña me regalaron las sorpresas más geniales (lo siento, Santa), me trajeron una flor muy chiquita y hermosa, de la cual yo tenía conocimiento, sólo que, por cosas del destino, llegó un poco antes de lo previsto. Desde ese día mi vida cambió por completo; súper cliché, sí, pero realmente esa frase nunca fue tan real para mí.
Los días se hicieron más largos y las noches eternas. Su rostro era ahora el dueño indiscutible del significado pleno de la palabra ternura. El amor tenía voz, era una preciosa voz cuyo grito quedó tatuado en mi memoria desde que me saludó por primera vez, para siempre. Mis desvelos comenzaron a ser uno de los momentos más dulces, pues eran para cuidarla y alimentarla con todo el amor que mi cuerpo preparó por meses, especialmente para ella. Su sonrisa se convirtió en la más cálida caricia a mi alma, porque sí, ya sonríe, y mucho. Sus ojos emanaban la más perfecta inocencia de la que carece la vida a estas alturas del camino. En fin, que la amaba desde antes de saber que vendría, pues pasamos meses planificando su vida y lloré cada vez que se me anunciaba que aún no sería; aunque no fueron muchos meses, mi anhelo me torturo con cada negativo.
Finalmente, con la esperanza ausente, fui sorprendida. Mi pequeña estaba viajando a conocernos, y en el camino iba creciendo a través de un canal que sacaba de mí para darle a ella, pero aún faltaba algún tiempo para conocerla. Hubo problemas, hubo llanto, hubo miedo, pero logramos salir sanas de todo hasta que por fin la conocí. Es la más hermosa flor que haya visto jamás.
Al final del día cada detalle valió la pena, vale cada mirada, cada sonrisa, cada movimiento, cada sonido y cada roce de la dueña de mi corazón, vida con la que nací de nuevo: cuando nace un bebé, nace también una madre.